“El amigo del
esposo, el que está presente y le oye, se alegra mucho con la voz del esposo” (Jn
3,29)
Si el peregrino logra una acogida en
condiciones, su cabeza se ve libre de grandes preocupaciones. Rima y todo.
Porque las facilidades que recibe no le ahorran las etapas que le quedan.
También sabe que no podrá quedarse en ese lugar para siempre, aunque vuelquen
en él un trato exquisito o las mejores viandas. Cuando hay una sincera atención
que nace del amor y no posee intereses egoístas, eso se nota. Se traduce en una
apertura limpia del corazón acogedor que encuentra otros corazones agradecidos.
Y de ahí brota la alegría. Y si el peregrino sabe apreciar el trasfondo
cristiano de la acogida se siente conectado con Aquel que constituye su Meta.
Existe una fraternidad universal que el espíritu humano desea con todas sus
fuerzas. Porque somos hijos de un mismo Padre. Si esto es cierto, somos
llevados en volandas, confiando en quien se empeña más que nosotros mismos en
nuestra propia felicidad.
El fiel escudero Sancho Panza aconseja a D.
Quijote, que cabalga ensimismado en su desdicha por el encantamiento de su
señora Dulcinea, transformada en aldeana:
“Estos pensamientos le llevaban tan fuera de sí que sin sentirlo
soltó las riendas a Rocinante, el cual, sintiendo la libertad que se le daba, a
cada paso se detenía a pacer la verde yerba de que aquellos campos abundaban.
De su embelesamiento le volvió Sancho Panza diciéndole:
“Señor, las tristezas no se hicieron para las bestias, sino para
los hombres, pero si los hombres las sienten demasiado, se vuelven bestias:
vuestra merced se reporte, y vuelva en sí, y coja las riendas a Rocinante, y
avive y despierte, y muéstrese como los caballeros andantes. ¿Qué diablos es
esto? ¿Qué decaimiento es éste? ¿Estamos aquí o en Francia?”.
(Cap. XI 2º Parte de El Quijote)