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Una promesa, un homenaje, superación personal, ganas de vivir una experiencia nueva, creencias religiosas… Son muchas las motivaciones y finalidades que pueden llevarme a ponerme en pie y emprender el Camino de Santiago. Pero en el fondo de todas ellas casi siempre está el sentimiento de búsqueda, de conseguir algo que no tengo y que la vida ordinaria tampoco me proporciona. Resultado de esa búsqueda es la realidad del encuentro: encuentro conmigo mismo, con los demás y con Dios.
El Camino parece impregnado de un no sé qué especial, que hace que quienes lo transitan vuelvan cambiados a sus hogares. Solidaridad, hermanamiento y reflexión son quizá las palabras que los peregrinos más repiten cuando recuerdan la experiencia. Todo ello sin olvidar que a lo largo de las etapas también aparecen dificultades y problemas que ponen a prueba mi fortaleza y capacidad de convivencia. En mi caminar experimento mis debilidades y flaquezas, toco mi pequeñez, descubro mis inseguridades y miedos, mis parálisis y pasividades.
La vida también es un constante caminar. A veces creo que he llegado y de nuevo me pongo en camino. Dejo un punto de partida. Me marco una meta. Pienso en lo que tengo por delante. Miro hacia atrás con cierta nostalgia. Ante las pruebas, las dificultades, las luchas y los conflictos, muchas veces camino a tientas, cayéndome, levantándome, volviendo a caer y volviendo a caminar, con tentaciones, debilidades, desfallecimientos; pero también con alegrías, ilusiones, logros… y encuentros. No puedo caminar solo. Cuántas veces necesito a alguien a mi lado para no perderme, para no caer o para levantarme. En cuántas etapas me vuelvo mendigo, menesteroso, pobre… necesitado de una mano amiga. Y en cuántos momentos de mi vida me topo con personas que se encuentran en esa situación: descartadas, tiradas al borde del camino, olvidadas ante la mirada indiferente de tantos caminantes. Personas semejantes a mí, a quienes el sendero se les ha hecho cuesta arriba o se han dado con piedras tan grandes, que se sienten golpeadas e incluso aplastadas por ellas.
En diversos tramos me tocará hacer de camillero ante personas hundidas, incapaces de andar por sí mismas; personas que han perdido la fe en su futuro; que se creen condenadas a vivir siempre arrastradas, humilladas, sin dignidad. ¡Cuánto cuesta, a veces, pensar que a través de un proceso las personas pueden llegar a ser autónomas, a ser capaces de valerse por sí mismas! Debo vencer obstáculos en mí mismo y en aquéllos a quienes voy a acompañar en ese proceso de liberación, fundamentando mi vida y mi tarea en la confianza. Confianza en las capacidades y potencialidades del otro, en las mías propias y, sobre todo, en Dios, que es quien nos da fuerzas a los dos para continuar el camino, y para hacerlo aferrándonos a la esperanza de que es posible hacer de este mundo algo mejor, aunque para ello tengamos que reorientar el sentido de nuestra marcha. Jesús me invita a la conversión, a encaminarme hacia la confianza y la gratuidad.
Convertirme es darle un rumbo a mi manera de vivir y de sentir; situarme en el mundo como lo hizo Dios en Jesús: desde los más pobres. Él se abajó, se hizo el último y el servidor de todos, para ser buena noticia, para ofrecer vida y liberación a los demás. Convertirme a Dios significa convertirme a la esperanza que lleva a creer que existen nuevas oportunidades, que lo que parecía imposible es posible, que por la fe puedo romper la inercia de cómo estoy viviendo y de cómo se está estructurando este mundo. Implica renunciar a mi viejo y acentuado egoísmo, que cierra las puertas a Dios y al prójimo. Por eso, es bueno hacer memoria y descubrir qué preciso cambiar en mi vida: mis actitudes hirientes, mis juicios implacables, mis prejuicios, mi falta de amor, mi comodidad, mi desgana a la hora de caminar, mi individualismo, mi intolerancia, mi falta de diálogo, mi compasión raquítica, mi poco compromiso comunitario, mi indiferencia ante los que sufren, mi falta de confianza en determinadas personas…
Ahí donde estoy, en mi trabajo, en el quehacer cotidiano, ahí habita Dios, ahí ha puesto su aposento. Puede que ni me esté dando cuenta de ello, porque su rostro suele estar desfigurado. Cuesta verlo y sentirlo. Puedo dar el primer paso preguntándome si estoy percibiendo a Dios entre las personas con las que me relaciono, en las familias desestructuradas, los jóvenes que no encuentran un sentido a su vida, las personas sin hogar, los drogodependientes, los parados, los inmigrantes, los fracasados…
¿Empezamos a caminar?