“Dejará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán
los dos una sola carne”. (Génesis 2, 24)
El
matrimonio es una promesa, es una vocación, es hacer una alianza para siempre.
No se trata de intercambiar esto o lo otro, sino de compartirlo todo,
incluyendo los tiempos difíciles. Por esto, el matrimonio y la vida de la
familia no son ideales pequeños, sino realidades enormes ante las que muchos
hombres y mujeres huyen espantados.
Es
en la familia donde uno puede ser lo que es, pero también puede acabar siendo
mejor de lo que se es. En nuestra vida de matrimonio, poco a poco hemos ido
descubriendo las consecuencias de aquel primer “sí” de nuestra boda. El día que
nos casamos no sabíamos las consecuencias de aquel “sí”, el decir “te quiero a
ti, y te quiero para siempre”. Luego, los acontecimientos de la vida nos han
mostrado lo que significaba…
-
Nos creó hombres y mujeres. Complementarios unos de los otros, hechos uno para
el otro. Iguales en dignidad, pero diferentes en nuestras psicologías.
-
Creados a imagen y semejanza de Dios. Cada uno de nosotros estamos llamados a
acercarnos más y más a esa imagen de Dios, a ser hombres y mujeres íntegros,
cada vez más humanos, más sensatos. En mi vida de relación con Dios, ¿me he ido
acercando a ser más imagen de Dios, a ser más santo/a?
-
Si mi vida es cada vez más santa, entonces seré para el otro esa “ayuda”, ese
“complemento”, que es para lo que el Señor me ha puesto. Si, por el contrario,
me alejo de Dios, seré lastre y peso para mi marido o mi mujer. Si mi vida es
mediocre, seré esposo/a mediocre,
padre/a mediocre. Si mi vida es egoísta,
seré esposo/a egoísta, padre/madre egoísta.
Vivir centrado en uno mismo, haciendo
oídos sordos a los demás, nos encierra en nosotros mismos. Vivir abierto a los
demás nos hace felices, nos une. Así se abren ante nosotros dos caminos: una
convivencia insoportable o un hogar acogedor y
gratificante.
Dios no viene a fastidiarnos la vida.
Al contrario, nos muestra un camino claro y preciso: “El amor es comprensivo,
es servicial y no tiene envidia; el amor no presume ni se engríe; no es mal
educado ni egoísta; no se irrita, no lleva cuentas del mal; no se alegra de la
injusticia, sino que goza con la verdad: Disculpa sin límites, cree sin
límites, espera sin límites, aguanta sin límites. El amor no pasa nunca”.
El plan de Dios es que seamos
servidores por amor. En el matrimonio nos hacemos servidores por amor. Porque
hay una manera de dar humana que se materializa en “dar a mi manera”. Yo doy lo
que quiero, lo que veo, lo que me parece, lo que creo merece el otro, lo que
calculo. Cuando me voy acercando a Aquél que lo dio todo, que dio su sangre en
la cruz, mi mirada hacia el otro cambia, se hace más compasiva y misericordiosa
y, entonces, mi manera de dar también cambia. Me doy al otro desde esa mirada
espiritual que no daña sino que es sierva del amor.