Novelado
23º Darle una oportunidad a la vida
Durante todo el día
anterior, había caminado absorto en mis pensamientos, alterado por
la nueva situación a la que me enfrentaba. Los acontecimientos se
estaban sucediendo demasiado rápido y me encontraba inquieto y
confuso, con sentimientos encontrados. Por un lado la perspectiva de
acabar ya con este mal paso en la cárcel representaba un alivio, por
otra me infundía miedo el futuro. Sabía que se estaba acabando la
prisión exterior, pero me preguntaba por mis cadenas interiores, si
estaba ya suficientemente preparado para tomar las riendas de mi
vida. Tenía mucha subida aún por delante. Sentía miedo de mí
mismo, de que no hubiesen desaparecido las debilidades que me habían
hecho fracasar. Y después estaba el peso del pasado, esa mochila
ruín que tiraba de mí hacia abajo, con sus cuentas pendientes.
¿Tendría la oportunidad de volver a los míos, de encontrar de
nuevo un hogar que me acogiera? Me tendría que enfrentar a la
soledad. Cuando una persona lleva años en prisión va poco a poco
extrañándose al mundo real, y adaptándose a ese limbo artificial,
que pese a su dureza, ofrece un orden, una seguridad y un cobijo.
Fuera el tren de la vida sigue su camino, y tú estás en la vía
muerta.
Se acercaba la subida del Cebreiro, la última barrera montañosa antes de dejar la Meseta, una nueva prueba para medir la fortaleza del caminante. Con el deseo de aliviar las tensiones del cuerpo y de la mente, me acerqué buscando un descanso en la iglesia de un monasterio, que entre chopos, se situaba muy cerca de la ruta a Santiago. En las horas de sol como ésta, se podía encontrar en una iglesia abierta frescura y silencio. Poco a poco mis ojos se fueron acostumbrando a la penumbra, y me acomodé en un pequeño escabel de madera contra una de las columnas. No había nadie. Me saqué la mochila de los hombros, y la dejé a mi lado sobre el suelo, respiré hondo y dejé que mis músculos se relajaran. Necesitaba descargar el peso de mi espalda. Pero ¿de verdad puede un hombre viejo nacer de nuevo? Se estaba bien allí, lejos del sol deslumbrador y del ruido. En la penumbra sólo destacaba la luz minúscula, parpadeante, de la lámpara del altar. Había llegado mi momento, la hora de dar un paso al frente. Estaba decidido a aceptar mis errores y todas sus consecuencias. Y luchar con fuerza los años que me quedasen por delante.