Novelado

25º En la cima de un monte

Ahora sí me encontraba libre, también interiormente, porque me sabía amado y perdonado. Era una sensación maravillosa, que me acompañó durante toda la ascensión. Me daban ganas de abrazar a las personas que me estaban acompañando, me reía sólo, sin motivo aparente, a pesar de la dureza de la subida. Durante mi vida conocí las experiencias de fuertes sensaciones de éxtasis provocadas por las drogas. Pero esta sensación intensa de felicidad a diferencia de aquellas estaba firmemente asentada en la realidad, en la lucidez de mi mirada interior, en una serena sensación de paz. En esta exaltación de felicidad desbordante, al coronar por fin el alto del Cebreiro no pude hacer otra cosa que apartarme lejos donde no me pudiera ver nadie, romper a correr por la cima de los montes, con el mundo bajo mis pies, hasta que finalmente caí sobre la yerba alta y dorada del final del estío, y allí permanecí por un largo tiempo, tendido, mirando al cielo azul y brillante.

Por la tarde me fui un rato antes a la iglesia. Allí, con un poco de dinero ahorrado del que teníamos para los pequeños gastos, dejé una ofrenda y encendí varias velas: una por David, otra por mi padre, y otra por mí mismo. Después me senté en la nave lateral, enfrente del relicario donde se conservan las especies del milagro eucarístico. Viví con intensidad y emoción la celebración. Por mi propia situación, pero también por el clima que se había creado dentro del grupo a lo largo de tantos días. Se unieron a nosotros muchos peregrinos, entre ellos estaban también Elena y Leo. Había mucho que celebrar esa tarde. Después de tanto tiempo sin participar en la iglesia, me encontraba como de regreso en casa, y en compañía de muchos hermanos. Me sabía aceptado, partícipe de algo más grande, abrazado por una tangente invisible capaz de mover el mundo.

Después de cenar todos juntos en una taberna de la preciosa aldea, y de que la gente se retirara a los albergues para descansar, subí hasta la cruz de los peregrinos, donde cientos y cientos de personas acuden para rezar, sacarse fotos, dejar un recuerdo personal de su paso por allí o una foto de un ser querido. Allí acudí a dejar una gorra que me había acompañado desde el primer día, allá en los Pirineos. Por su interior había escrito el nombre de David, con dos fechas, la fatídica en que él había pasado de este mundo para Dios y yo había muerto, y la de hoy, en que yo nazco de nuevo. Esta mañana había recibido nuevas luces del Evangelio: “a quién mucho ama, mucho se le perdona”. Podía hacer algo todavía por David, intentaría con todas mis fuerzas amar, por él y por mí mismo. Ahora tenía un gran motivo para luchar, con el amor renacido dentro de mí vencería todos mis miedos. Me senté al pie de la cruz, al pie del signo por el que Dios, con un prodigioso golpe de amor, es capaz de revertir las huellas del odio en el mundo. Miré hacia lo lejos, hacia Compostela, para contemplar como, lentamente, se apagaban los últimos resplandores del día sobre el horizonte.


Last modified: Monday, 9 November 2020, 12:23 PM