Novelado
8º La llamada
Durante un rato
estuve andando con Stefan, hasta que paramos frente al único bar que
había en el pueblo, y fue adentro a buscar un botellín de agua. Yo
me quedé fuera con las mochilas, mirando tranquilamente a las casas
de alrededor, cuando sonó, estridente, el timbre del teléfono.
Nunca me gustó ese ruido, tampoco hablar por teléfono, y ahora me
sonó extraño, después de once años y medio en la cárcel, en la
que no se puede tener móvil. Tampoco me había importado mucho
quedarme sin él al entrar en el truño. Nunca me gustó mucho hablar
por teléfono, y últimamente recibía llamadas de poca gente, así
que preferí deshacerme del aparato fuera antes que depositarlo en
Ingresos.
Al suspender el examen de ingreso quise ponerme a trabajar, por supuesto en contra del criterio de mis padres. Y entré en el taller mecánico de un amigo. Pronto acabé marchando de casa, ya que la convivencia era cada vez más difícil. Compartía un piso con varias personas. Eran los tiempos de la reconversión y el paro y el taller tuvo que cerrar. Vagué por varios trabajos más, pero poco me duraron. El dinero no entraba, y los gastos de un consumo incipiente no dejaban de aumentar. Así empecé a trapichear, primero con mercancías de poca monta, en el parque. Por casa sólo iba cuando me veía muy apurado. Recuerdo la cara de susto de mi madre cada vez que me veía entrar: - Hoy márchate, que está tu padre. Hasta que un día me lo encontré. Estaba completamente colocado, y empecé a decirle tonterías. Me echó de casa, le escupí en la cara, y me marché entre risas histriónicas.
Poco tiempo después hicieron la redada en el piso, y no sé si con suerte o sin ella yo no estaba en casa ese día. Y decidí marcharme a Madrid, donde tenía varios conocidos. Allí un día sonó el móvil: era Rodrigo. Su voz sonó muy lejana, apenas reconocible: - Es papá, ha muerto. Silencio. - Vendrás, ¿verdad? Silencio. - Ya veremos. Fue la última vez que hablé con él. Muchas noches en la cárcel lamenté no haber, por lo menos, llamado a mi madre en aquella ocasión. Una vez, la llamé desde una cabina en la plaza de Santo Domingo, cerca de la Gran Vía. me respondió un sí, dígame, de una voz cansada. No pude decirle nada y colgué. Después, en la cárcel, en una de sus visitas, Rosa, mi hermana, me pidió que por favor, no la llamara, que no sabía que estaba en la cárcel, que no le diera ese disgusto, que ya les había hecho mucho daño. ¿Cuándo sacaría valor para hacer esa llamada? ¿Con qué respuesta se encontraría? Pronto llegó Stefan con el agua, y continuamos la ruta.