Novelado
20º David
No pude pegar ojo
en toda la noche. Toda la tarde había estado taciturno, atontado por
la impresión, y mis compañeros me miraban preocupados. Mierda de
perro. Me había dejado completamente tocado. Fue como si de un golpe
hubieran saltado los cerrojos de una puerta y se hubiera escapado el
remordimiento como un gas venenoso. Constantemente me venían a la
mente los recuerdos de aquella noche. David, su mirada burlona,
provocativa, durante la pelea. En cambio la última imagen de su
rostro desencajado entre estertores, y el sudor frío y el mareo al
verlo morir. Llevábamos dos días seguidos de marcha, sin apenas
dormir. Había comenzado bebiendo cervezas con Lucho, Toni y Tebas,
después de haber cerrado una buena venta. Los recuerdos de aquellos
dos días están deslabazados. Después estábamos sólos Lucho y yo,
en una discoteca de Coslada, La milla verde, en donde nos habíamos
unido a David y su pandilla. No teníamos un gran trato con ellos,
habíamos coincidido en algún trabajo ocasional, y en varias
juergas. No era gente que me inspirase confianza. Pero aquél día
fatídico acabamos juntos. En los últimos meses yo había comenzado
a consumir heroína, y estaba terriblemente enganchado. Con grandes
nublados, cambios de humor, alteraciones del sueño, alucinaciones,
prácticamente constantes. Habíamos pasado toda la noche juntos,
bebiendo, tomando de todo. Arrastrándonos de garito en garito hasta
acabar, no sé por qué, en el Campo de las Naciones. Según se
reconstruyó después en el juicio, empezamos a discutir porque yo
quería ir al centro, y David se empeñó en ir a un club nocturno
por la parte de Alcobendas. La cosa se puso fea, y creo recordar que
él sacó primero la navaja, y quiso atacarme, aunque en el juicio no
pude demostrarlo. Sí se me tuvo en cuenta como atenuante el estado
de intoxicación. Llevaban un tiempo detrás de nosotros por el
tráfico de drogas, y fue la ocasión de que varios la pagáramos. En
total, por homicidio y delitos contra la salud pública, catorce años
y medio de cárcel.
Ahora me venía a la mente David. En el tiempo del juicio conocí más cosas de su vida. Era apenas un chaval de veintiún años, de San Blas, de una familia rota, y enganchado a la heroína casi desde niño. Durante años le estuve culpando de los años de cárcel, de mi mala suerte. Después el remordimiento acabó apareciendo como un dolor profundo, constante, semioculto, que se iba manifestando de una forma diferente, cambiando de disfraz. Pensar en su vida trágica y rota, en la desgracia de su madre, me inspiraban compasión y profunda pena. Es bien cierto que los muertos ya no vuelven más, no hay para ellos más sueños ni oportunidades. Y yo sigo aquí, como un zombie, condenado a seguir atado a una vida que ya no lo es.
El remordimiento desde ayer se ha convertido en un dolor agudo, un sentimiento profundo de la inutilidad de mi vida, de no poder remediar el daño causado, de estar condenado a perpetuidad a cargar una culpa de la que nadie me puede librar, porque la única persona que podría hacerlo ya no existe. Recuerdo que cuando era pequeño, y había hecho algo malo, acudía a mi madre llorando, y ella me perdonaba y yo quedaba tranquilo. Pero en la vida vagamos en una orfandad terrible cuando la culpa nos persigue sin posibilidad de ser perdonados. Me vino a la cabeza una escena del Evangelio, la de aquella mujer condenada a morir apedreada, y Jesús que se acerca y le dice, ánimo hija tus pecados están perdonados. Mi madre acudía a confesarse con un cura, y así lograba tranquilizar su conciencia. Cuando abandoné la práctica religiosa pensaba que la creencia en la confesión era una debilidad, dejar la responsabilidad en manos de otro. Oh Dios, si yo pudiera creer en ti, en que existe perdón incluso para mí, que cargo con la muerte de un hombre…
- David, no te llegué a conocer mucho, pero siento lo que te ha pasado. Yo te lo he hecho. Quiero pedirte perdón... ¿Puedes escucharme, allí donde te encuentres? Necesito saber que me perdonas…